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Blog acerca de la psicología de la vida cotidiana. Reflexiones en torno a porqué somos como somos, qué nos impulsa a actuar, a sentir o pensar de un modo que a veces nos sabotea y que nos mueve en el teatro del mundo.



domingo, 20 de febrero de 2022

 


Sobre hijos, progenitores, monstruos de feria y otras pandemias 

(publicado en el diario Deia 19/4/20)

DANA IZENA DUELA OMEN DA (TODO LO QUE TIENE NOMBRE EXISTE). 

PROVERBIO VASCO

EL ensayista libanés Nassim Taleb (Jugarse la piel, 2019) afirma que debemos desconfiar de quienes no predican con el ejemplo. Habla, en suma, de que nunca se debe confiar en alguien que no se juega el tipo con sus decisiones y acciones. Que ha de huirse de quienes, pase lo que pase, conservan siempre sus beneficios y transfieren los perjuicios a los demás. En dicho grupo se sitúan, claro está, políticos, burócratas, consultores, grandes empresas, banqueros, etc.

Su reflexión viene a respaldar mi perplejidad con respecto a la gestión que se está realizando de la pandemia para quienes hemos cometido el delito de ser padres/madres con menores a cargo. En suma, desconfíe de quienes no se aplican o sufren las normas que promulgan.

Todos somos hijos. Muchos, progenitores. Algunos son piedras.

El Estado Español es, dentro de Europa, el que mantiene las medidas de confinamiento más restrictivas para los menores. En el real decreto 463/2020, de 14 de marzo, para el Estado de Alarma, los niños/as son mencionados residualmente. En el Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, y con relación a los padres y madres que deben cuidar de sus hijos/as menores, se sugiere acordar con la empresa flexibilidad horaria o reducir las horas con la consiguiente merma de sueldo. Lo que no se menciona, no existe.

Sigamos. Parece que los menores no volverán a su centro escolar hasta otoño, pero los progenitores acudirán a su trabajo de modo inminente. Aquí se abre otro gran agujero negro. Nuevamente, lo que no se nombra desaparece. ¿Cómo vamos a desempeñarnos? ¿Cómo autogestionarnos? Los progenitores nos sentimos señalados, como los viejos monstruos de feria que sólo servían para ser exprimidos de un modo incesante. A ello se le suma que los menores no existen, no votan, son invisibles, carecen de voz, han de ser tolerados hasta que produzcan, consuman y se ganen ser sujetos de derecho.

Y es que durante esta crisis afloran, descarnadamente, las deficiencias del sistema. Vivimos en un contexto que confina a los abuelos e hijos, pero que nos impele a trabajar para que el estatu quo permanezca inalterado. Como afirma la psicóloga Sue Gerdhart (The selfish society, 2009), vivimos en una sociedad individualista que confunde el bienestar material con el emocional. Nos hallamos inmersos en la tarea de ser cada vez más productivos y competitivos, pero ajenos a una crianza saludable de los menores, ignorando las necesidades emocionales de éstos. Cuando un alto responsable de Sanidad afirmó que los niños van a seguir confinados, a cal y canto, y que (cito literal) "somos conscientes del grado de sacrificio que comporta para las familias", simplemente no le creo. O no es padre y/o carece de empatía y/o se debe a otros. No suele ocurrir, y quizás caigo en el radicalismo, que alguien que llega tan lejos en la jerarquía política haya ejercido una crianza centrada en las necesidades de sus hijos y se haya sacrificado por ellos.

Así, durante esta pandemia, la gestión y las decisiones referidas a la infancia no dejan de ser más de lo mismo: el reflejo de una sociedad centrada en los adultos y en la economía más inflexible. Los menores deben adaptarse a los progenitores y no estorbar al sistema de producción. Desde esa perversa lógica se dicta, por ejemplo, que los centros escolares sean a la vez guarderías, restaurantes, centros recreativos y, además, impartan un exceso de horas de formación ya que, de otro modo, no podríamos "trabajar tranquilos".

En un contexto de trauma, supervivencia y miedo aparece la preocupación extrema por la suspensión de las clases, pero no por el estado emocional y afectivo de los menores (es como ponerse a fregar los platos cuando está por colisionar un meteorito descomunal). No se conecta con los niños. Tienen miedo, no entienden qué sucede. No todo es formación académica, ¿qué importa un trimestre menos de clases en la vida de una persona? No es un drama, pueden hacer otras cosas: aprender a gestionarse, colaborar en casa, pueden leer, jugar, se pueden estrechar los lazos familiares€ ¡Son niños por Dios! Si las cosas no pasan a mayores es porque, paradójicamente, nunca han pasado más tiempo con sus progenitores y eso les gusta y les calma (cuando los progenitores son funcionales).

Las necesidades de los menores durante esta crisis no son nuevas, simplemente son ahora mucho más evidentes. Los menores, habitualmente, sufren nuestro modo de vida. ¿Es exagerado? Paso a dar algunos ejemplos: el Estado español es el tercero del mundo que más psicofármacos suministra a los menores. La primera causa de muerte "externa" adolescente es el suicidio. Los números en salud mental infanto-juvenil crecen anualmente. Asistimos a fenómenos nuevos como la violencia de hijos hacia padres y madres. Hay un sobrediagnóstico de TDAH. Aumentan las notificaciones de desprotección infantil. Crecen las incidencias extraescolares relacionadas con problemas de conducta infanto-juvenil, etc.

¿Existen más problemas de salud mental infantil? ¿Qué está ocurriendo? Una parte importante de la explicación ha de situarse en los profundos y radicales cambios sociales y familiares que han acontecido en las últimas décadas en el mundo occidental. Llevamos unas décadas centrados en hacer más dinero y obviando las emociones, la crianza, los lazos, lo que nos hace sentir vivos. Nunca nadie, en la antesala de la muerte, afirmará: "de lo que me arrepiento es de no haber pasado más tiempo en la oficina".

Podemos seguir mirando para otro lado. Algunos tacharán este artículo de utopía trasnochada. Quizás todo lo escrito conforme el desvarío de un profesional de la infancia y padre. Pero alguien debe mirar a los ojos a cada uno de los niños y darles no solo una explicación, sino una alternativa vital y un sostén. Alguien debe tomar su mano y bajarlos a la calle, aunque haya anochecido recién y las calles estén desiertas. Que corran libres, que rían, que sientan una conexión con su entorno y sus progenitores... Que se evadan un poco de un sistema enfermo y de quienes no se juegan el tipo. Con respecto a estos, si os topáis con ellos por la calle, no basta con mantener la distancia de seguridad: salid corriendo en sentido contrario. Quien decida confinar a sus hijos semanas y semanas a tiempo completo porque es lo indicado, debe ser alguien que se encierra con ellos. Alguien que se ocupe a tiempo completo y se haga cargo de que no habrá más cielo que el techo de escayola.

* Psicólogo, Terapeuta cognitivo y especialista en traumaterapia infantil sistémica

sábado, 1 de septiembre de 2018








La vacuna contra 

el malestar emocional


Los niños han de tener mucha tolerancia 

con los adultos (Antoine de Saint-Exupery)


La frase, o el mensaje, lo he escuchado docenas de veces en múltiples variables. La madre o el padre, o ambos progenitores, diciéndome: “nosotros lo que queremos es que atienda al niño, que lo cure”. Partiendo de ese contexto ha de acometerse una ardua tarea educativa, recorrer juntos un camino buscando un banquito bajo un árbol para reunirnos, reconciliarnos, charlar y cooperar por el bienestar del niño o niña. De lo que implica sanar al niño (que sería “curar” una familia, un contexto).
A veces, con el riesgo de caer en lo conspiranoico, creo que al sistema socioeconómico no le conviene que los padres sepamos las consecuencias de nuestra parentalidad en la salud emocional de los hijos/as no sólo en este momento actual sino como una rémora que les va a acompañar toda la vida.
En la presunta sociedad de la información (que lo será, pero a veces me prefiguro la información como algo encofrado en alguna sima inaccesible), en esta postmodernidad que nos arrastra, seguimos ignorando el efecto de nuestro modo de crianza en la salud mental del menor.
Hay quien afirma, y no lo veo descaminado, que la mayor parte de la psicopatología puede explicarse como derivaciones de trastornos del vínculo de apego y como fruto de errores o negligencias en el ejercicio de la parentalidad.
Fruto del vínculo con nuestros progenitores sabemos quiénes somos, cómo es el mundo y qué cabe esperar de él, aprendemos a regularnos emocionalmente, a calmarnos, a no regirnos por impulsos a la hora de tomar decisiones, a empatizar, a relacionarnos, a amar, a criar, a afrontar los reveses de la vida sin que ello suponga nuestra destrucción o la enfermedad.
Sabemos, por el avance de las neurociencias, cómo el cerebro del niño precisa del cerebro adulto, en el marco del vínculo, para crear las estructuras y conexiones neurológicas que proveerán la base física que permitirá todo lo mencionado en el párrafo anterior. Los fallos en la crianza provocan un daño físico verificable a través de las neuroimágenes.
Así, los cuidados que recibimos en nuestros primeros años de vida, establecen cimientos, marcan un camino a seguir, indicarán de qué vamos a adolecer o de qué modo es probable que suframos. Es cierto, no obstante, que existen trastornos mentales con base en los genes (pero en algunos casos el ambiente puede determinar si esos genes se van a expresar o no, en lo que conocemos como la epigenética), que existe la resiliencia, que tenemos la posibilidad de modificar nuestro bagaje inicial… Pero no es menos cierto que lo más sencillo es la prevención, invertir en esos primeros años de vida de nuestros hijos/as es el único camino sensato.
¿Saben cuáles son las medidas del Estado de bienestar para tratar las descompensaciones emocionales de los menores? Evidentemente no la prevención, como ya sospecharán. Cuando los menores se desestabilizan emocionalmente en este país se cae en la hipermedicalización. El estado español es el tercero del mundo que más droga a los menores con psicofármacos (no hace falta ser paranoico para sospechar del lobby farmacéutico). En los centros de salud mental infanto-juveniles sigo encontrándome con que, evidentemente, no se va a la raíz del problema sino a maquillarlo. Si un niño sufre por una situación familiar caótica, sucede que no se va a resolver ese tema sino a drogarle para que ese caos no le afecte. Al modo de las películas cuando el protagonista sufre por desamor y entra a un bar de madrugada y ordena un bourbon tras otro para matar las penas: el problema está ahí, pero ya no duele, lo ha ahogado con güisqui americano.
Conocemos innumerables factores que favorecerían una crianza saludable (algunas o muchas de ellas chocan contra un sistema económico que nos exprime para que consumamos, para que sigamos trabajando para pagar estúpidas e inciertas necesidades). Es difícil enumerar todos, me limitaré a mencionar algunos: 

1. La disponibilidad emocional y temporal de una figura de apego (esto implica reducir la jornada de trabajo y posponer la consecución de logros laborales). Implica calidad y cantidad de tiempo (que no nos engañen).
2.  La buena salud mental de las figuras de apego,

3. La necesidad de una red de apoyo para los progenitores (la crianza es una tarea colectiva, existe riesgo de saturación de los padres y madres y vivimos en una sociedad cada vez más fragmentada).

4. Trabajar para vivir y no al revés.

5. Una crianza centrada en las necesidades del infante o menor y no al revés, cuantas veces existe un uso instrumental del hijo o hija para tapar carencias emocionales de los adultos.

6. Capacidad de los progenitores de mentalizar y empatizar con el/la menor.

7. Medidas sociales de apoyo veraz a la crianza (bajas maternales remuneradas y prolongadas -2 años-, medidas veraces en la conciliación laboral y familiar, horarios racionales, etc.).

No sigo, uno podría extenderse folios y folios acerca del problema. Tampoco es la idea aburrir y noto que voy poniéndome incendiario por momentos. Los menores no son champiñones que crecen solos en el medio del monte. Si un niño o niña sufre suele acontecer que conforma el corolario final de una serie de despropósitos familiares y sociales. Como progenitores hacemos lo que podemos y siempre existe margen de mejora. Es el amor por los hijos e hijas lo que nos motiva.

martes, 27 de octubre de 2015

El viaje a ninguna parte


 


                        
 
“- El espejo se ha roto.
- Ya lo sé, me gusta así. Así me veo tal y como me siento.”
 
      El apartamento (B. Wilder)   
 
 
 
Recuerdo una tira de Quino, donde el papá de Mafalda se agacha a recoger un libro y sufre un ataque de lumbalgia. Se nos queda mirando, dolorido, y piensa más o menos (me niego a recurrir al buscador): "Creo que estoy empezando a ser más joven que mi cuerpo". Tremendo, sencillo y bellísimo. Soy de los que cree que ningún tratado de psicología, al hablar de la crisis vital, podría ser más certero y profundo que esa (aparentemente) simple tira de Quino.
 
En la crisis vital surge violentamente un insight, se muestra una verdad que estaba ahí, que siempre estuvo ahí, agazapada, oculta tras el devenir de los días, la prisa, la falsa ilusión de la rutina. Y cuando ese dato anómalo, de discontinuidad o quiebre, con respecto a lo que venía siendo mi idea de quién soy, nos muerde la conciencia florece la crisis. Semejante a una bofetada que te obliga a parar, a posar la  mano en la zona dolorida y que te deja en fuera de juego.
 
Mi perspectiva es, al menos, esa. Algo ocurre, ciertos datos, alguna información, algún deseo o esperanza, elementos físicos (de apariencia o una enfermedad), una experiencia, conforman elementos que ya no encajan en mí, en quién soy. No sabemos qué hacer con ello y tampoco podemos mirar a otro lado.
 
En cierto modo la crisis vital representaría la ruptura de un esquema mental rígido, una pérdida, lo que antes servía ya no: ya no soy el de antes en algún sentido. Y si bien es cierto que el cambio nos define o habita, que nunca somos los mismos, también lo es que la mente no asimila fácilmente el devenir (un entorno heraclitiano para una mente parmenídea) .

En una crisis vital la realidad va por delante, los hechos, las experiencias, lo físico se nos escapa, como el agua entre los dedos y, momentáneamente, no sabemos qué hacer con ello.
 
Me gusta la idea de la bofetada cuando hablo de la consciencia de cambio personal, pero existen ocasiones en las que esa consciencia inicial, disruptiva y noqueante, viene dada por algo que podría asemejarse al roce de una pluma, por algo sutil. Por ejemplo, recuerdo cuando "dejé" de ser alguien muy joven. Caminaba por un parque cercano, una tarde de otoño de 1997, y un muchacho, con toda su educación, me lanzó a la cara un: "Señor, ¿me dice la hora por favor?" Y ese hecho mínimo, ese modo de referirse a uno,  conformó un evento disparador de un cambio en mi conciencia (luego esa situación disonante, con variaciones, se repitió varias veces). Seguro que existieron multitud de hechos y experiencias que me indicaron que yo ya no era quien creía, sin embargo esa breve interacción fue la que desencadenó un viaje hacia una percepción más ajustada de quién era yo. Un viaje, ha de saberse, hacia ninguna parte.
 
En la intimidad de la apertura terapéutica se asiste a narraciones acerca del inicio de una crisis vital (a cualquiera edad) que pueden ir de lo más sutil a lo más dramático, de lo evolutivo a lo más circunstancial. Hubo quien se percató de que una línea de expresión facial que aparentemente no existía la noche anterior. Alguien me habló de que ya carecía de sentido publicar un libro, que de repente ese tren, el de la carrera literaria, súbitamente había partido hace años. En otros casos es la enfermedad: una cardiopatía, problemas óseos que siempre le sucedían a otros (y otros más mayores). Hubo, incluso alguien, que leyendo el periódico, con su café y su cigarrillo de siempre, descubrió que un par de esquelas mencionaban a personas más jóvenes. Un hombre se percató de que el viaje dionisiaco a Rio de Janeiro, con el que siempre soñó, le daba pereza y además sus circunstancias familiares lo desaconsejaban.
 
En todos los casos, algo se quiebra. Se cierra una etapa. Conviene abordar un sentido proceso que conlleva readaptarnos, expresar el pesar. Se es, en definitiva otra persona. 

No se trata de una enfermedad, es tremendo que un proceso tan humano aparezca en el DSM-V, como tantos otros, como si fuese patología (el único modo de no salir en dicho manual, todo sea dicho, es estar muerto). Las crisis vitales son ineludibles, inseparables de la existencia y nos habitan desde el mismo nacimiento. Una buena resolución nos convertirá en personas más sabias y con una mayor capacidad de exprimir el día a día, buscando cómo se desea seguir este viaje a ninguna parte pero finito.
  

martes, 20 de mayo de 2014

Los paraguas y la lluvia







Bilbao es una ciudad continuamente lavada por la la lluvia, cuando era un niño me causaba el mismo asombro contemplar el cielo despejado que un burro volando, así de drástico. Y hoy día sucede que ese fenómeno me parece tan del paisaje de la ciudad como la ría o el museo Guggenheim.

A menudo me sorprendo, cuando estoy fuera de mí o quizás más dentro que nunca, observando a la gente un día cualquiera de lluvia en esta ciudad. A veces miro la calle a través de la vidriera del café en el que espero la tregua, y me fijo en algo, algo que acontece una vez que ha cesado la lluvia. 

Me detengo en un fenómeno simple que termino vinculando con el mundo de la psicoterapia (debe de ser alguna secuela de haber estudiado psicología, para la próxima, cuando me reencarne, me lo pensaré más), a saber: observo cuántos viandantes siguen con el paraguas sobre sus cabezas una vez que el cielo se volvió a abrir.

Puede parecer estúpido, y tal vez lo sea, pero me lleva a reflexionar sobre el fenómeno de la asimilación y la acomodación de la mente. Es decir sobre si internalizamos el mundo de acuerdo a nuestra estructura cognitiva o si, por el contrario alteramos nuestro psiquismo para acoger o adaptarnos al mundo. Seguir con el paraguas abierto en ausencia de lluvia implicaría asimilación, por el contrario, cerrarlo, en las mismas circunstancias aludiría a la acomodación.

La mente es perezosa, asimila, creería que en general es conservadora (y ello supone grandes ventajas: un gran ahorro de energía , evitar bloqueos, una automatización que puede ser valiosa en muchos momentos), sin embargo ello puede acarrear grandes inconvenientes en un momento de crisis en la vida.

¿Cuándo estalla una crisis? Simple y llanamente cuando, dada una modificación vital (real o simbólica), los recursos o modos que empleábamos para seguir con nuestro bienestar emocional ya no sirven. Es decir, la crisis surge cuando la asimilación no puede "hacer su trabajo" y precisamos una reorganización importante que no se encuentra, en estos momentos, disponible (acomodación).

Es lo que nos encontramos en la sesión de psicoterapia, personas que sometidas a un cambio vital de enjundia se hallan bloqueados, inmersos en un estado ansioso-depresivo de sufrimiento, que no pueden continuar su vida como si nada: separaciones, una enfermedad, la conciencia de envejecer, una muerte, un fracaso, un tren que se acerca a toda velocidad y, parados sobre la vía, se quedan hipnotizados con su luz.

En chino, la palabra "crisis" (weiji) se compone de dos ideogramas (wei) que significa "peligro" y "ji" que se traduce como "oportunidad". Me gusta el sentido subyacente, se me antoja valioso, motivador. Y es la propia persona, desde sus raíces, desde su modo de ser, quien escoge asumir el sufrimiento, el estancamiento y la derrota o decide luchar por alcanzar un nuevo estado en el que se sinteticen ambos matices.

Lo que antes servía ya no vale más. Ese es el escenario de partida en una sesión de psicoterapia, se carecen de armas para afrontar una amenaza. Parte de nuestra estructura mental ha de reorganizarse y eso, de por sí, ya es angustioso, implica explorar nuevos senderos, a veces lindantes con un acantilado, en nuestra compañía.

Ya lo habrán adivinado, la salud mental consiste en abrir los paraguas al sentir la lluvia y en cerrarlos cuando se abre el cielo.

sábado, 15 de octubre de 2011

Sócrates, Van Gogh y la psicoterapia



"La ciencia tiene dos reglas. Primero: No hay verdades sagradas; toda presunción tiene que ser examinada críticamente; los argumentos de autoridades no valen nada. Segundo: cualquier inconsistencia con los hechos tiene que descartarse o revisarse. Nosotros tenemos que comprender el Cosmos como es y no confundir como es con como quisiéramos que fuera". 
(Carl Sagan)

Me encuentro siempre con que la persona que se sienta frente a mí, en el sofá mínimo del consultorio, tiene las cosas muy claras. Sabe, por ejemplo, porqué su pareja le fue infiel y merece un castigo a veces infinito, sabe porqué está deprimido o angustiado o encolerizado o muerto de miedo. Las cosas claras y los hechos o narraciones contundentes. Y yo ahí enfrente con más dudas que si fuera a tirar un penalti en una final de la copa del mundo.
Yo me adhiero a la máxima de Sócrates, la que postula que “sólo sé que no sé nada” (lo cual es el más sabio de los conocimientos no muy en el fondo), me camuflo tras mi ignorancia y voy preguntando distraídamente por sus razonamientos (en plan Peter Falk –Colombo), haciendo de abogado del diablo hasta que el cliente entra en una duda razonable que me permite trabajar con su rígida percepción de la vida (lo cual es lo que practicaba el bueno de Sócrates en sus tiempos mozos).
Uno de los problemas del mundo, no ya de los clientes, es creer que la realidad es algo que está ahí afuera y que cualquiera puede percibirla. Para trabajar ese tremendo error recurro a varias técnicas y me sirvo a veces, de Van Gogh. Ahora diréis que he perdido la cabeza (como María Antonieta en la revolución francesa), pero creo que no.
En el despacho tenemos una lámina de Van Gogh (campo bajo el cielo de tormenta) y les pido dos cosas con referencia a ello.
La primera es que apoyen la nariz en la lámina y me digan lo que ven (moraleja: lo que está demasiado cerca no se puede percibir con claridad, el interior de uno no es tan accesible como percibir una manzana).
La segunda es que me hablen de la lámina. Escucho todo tipo de comentarios: “Es el mar”, “No me gusta”, “Nunca me compraría un cuadro así”, “Es bonito”, “No lo entiendo”…. etc. Tomo nota y les vuelvo  a pedir que me hablen del cuadro y, claro, me observan como al loco de la colina. Hacen otro esfuerzo y caen en más de lo mismo, me vuelven a mirar y reitero: “Te he pedido que me hables del cuadro NO DE TI”. Y entonces comienzan a comprender (es un inicio verdaderamente) que la realidad no es tan sencilla de aprehender, que siempre hablamos de nosotros y hasta que en todo caso, si nos atenemos a términos puramente perceptivos (lo cual es para nosotros es inviable), los que tienen todas las de ganar son los artrópodos que para algo son la especie más numerosa del planeta. En términos de democracia perceptual nos ganarían por goleada.
Es asombroso que en los tiempos que corren, con los avances que acontecen, con el mar de conocimiento que nos ahoga sigamos pensando que la realidad está ahí fuera, objetiva, fácilmente asequible, aprehensible y no dentro de nosotros. anca cosida a pura biografía y hechos.

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martes, 27 de septiembre de 2011

La mirada del otro





Cuando era más joven, en un tiempo que parece ya de otra vida o de otro ser, acudía con frecuencia a las salas de cine de México D.F. Allí descubrí que los conciudadanos de esa ciudad a veces purgatorio y otras celestial (pero siempre infierno si se miraba bien), tenían una extraña costumbre. Podían entrar a mitad del film, o casi al final y después seguían en la sala durante la siguiente sesión, hasta el punto en el que había arrancado para ellos la película.

Así, si el fotograma inicial mostraba un tipo que sopesaba arrojarse por el acantilado y ser engullido por un mar embravecido, esa escena, así (y las que seguían), carecía de sentido, de historia, de explicación. Y había que esperar a la siguiente sesión para entender qué sufrimiento, locura o sinsentido le había colocado al protagonista al borde de la muerte. Al final, ellos también comprendían al personaje, más tarde, mientras yo callejeaba por las avenidas repletas de smog y otras maravillas.

Así es la psicoterapia también. Existe un fotograma inicial: alguien se sienta en el sofá, narra su malestar, su sufrimiento, su duda o lo que fuere y necesito rebobinar, ir al comienzo de su historia (de la película). Si bien es cierto que el punto de partida es incierto (no hay créditos o alguna música que suena cuando uno es concebido), que su historia puede regirse con un guión en el que colaboran padres, abuelos, la genética, el azar o vaya usted a saber.

Y yo tengo ahora un cliente que no me mira a los ojos. Que habla con monosílabos a pesar de que recién entró en la adultez. Un chico que es obligado a hacer terapia por ley (le pillaron haciendo pintadas a los trenes). Un joven que no mira a los ojos (sólo a la raída alfombra del despacho), que vive en el silencio, que no tiene historia, carente de narrativa, vacío como un cántaro, sin emociones.

Reina en mí el desconcierto. Un chico sin mirada, pienso, y decido llamar a los guionistas, esto es, a los padres en busca de repuestas (pues entré en la última sesión del día y por la mañana la película habrá sido retirada por su escaso éxito).

El padre se niega a acudir, lo cual ya brinda información. La madre narra su deambular con el chico por centros psiquiátricos, pedagogos, otros psicólogos sin interés por el último fotograma de una oscura sala de cine. No sabe qué le sucede al chico. Me encomiendo al patrón de los psicólogos, invoco al espíritu de Colombo incluso y pregunto movido sólo por la curiosidad más desoladora. La madre habla de que el chico cambió cuando nació su hermana. Tras algunas cuestiones, me percato que no me sirve la hipótesis. ¿Qué ocurrió en esa época? No sabe. Me lanzo: hábleme de sus problemas de pareja. Curiosamente se hallan en una profunda crisis que se remonta a las fechas en las que el chico no puede afrontar los estudios. Hay peleas desde hace años que piensa, ingenuamente, que no son percibidas por el muchacho. Ocurre, está claro, que el joven sintomatiza, su rendimiento escolar cae como la bolsa en estos días. Acontece que el chico teme la separación de los padres, que es expuesto a violencia en el hogar, que se angustia y no recuerda cual es la capital de Bulgaria ni procesará cómo se hace una regla de tres. El padre, ajeno, ciego diría, le empieza a tachar de estúpido, sin cesar. No sirves, eres tonto, todo con cientos de variantes a lo largo del tiempo, de años.

El chico sin mirada es un chivo expiatorio, es censurado por todo, es criticado si dice a o si dice b. No hay contención, no se toman las emociones como signo de nada (sólo de debilidad o enfermedad), es una familia vacía, funcional sólo en lo que se trata de la supervivencia física de los menores.

El muchacho aprende que no puede hablar más que de estupideces (el tiempo, el fútbol), de nada personal que pueda ser usado como un boomerang. Se esconde tras el silencio: si no se habla no se brinda material a la crítica (más vale seguir en silencio y parecer idiota que abrir la boca y despejar todas las dudas, decía Groucho Marx). Se hace un mago, un Houidini, en el uso de los monosílabos, los silencios, en el manejo de secretos, las evasivas y los encierros en la habitación. Pero necesita algo más, y lo obtiene tal vez sin saberlo: no mantener la mirada, no mirar a los ojos. No se puede hablar con alguien que no te mira a los ojos. Y lo logra, levanta el muro perfecto hecho de silencios y no-miradas. Logra la paz en el hogar, le dejan por imposible, levanta un muro infranqueable a la crítica, a los que teme, a las figuras de autoridad, una pared imbatible ante quienes desean conocerle y tal vez dañarle.

Entonces comprendí que lo que necesita (tarea formidable) es aceptación, perder el miedo a quienes no van a dañarle. Sólo así podrá devolver la mirada: armado de la certeza de que no va a ser herido, de que no es alguien despreciable o con la certeza de que las palabras necias que oye hablan de los otros y no de uno mismo. Sólo así podrá iniciar la construcción de su historia, la demolición del muro, la devolución de la mirada.

Día a día, en la fortaleza del despacho va mirándome un poco más. Y a veces sonríe.



martes, 13 de septiembre de 2011

Un barquito chiquitito...



El otro día le cantaba a mi hija una canción de la infancia que mi madre me enseñó cuando yo era un niño. De vez en cuando la nena la entona, yo le sigo, bailamos y reimos al finalizar. Luego, no sé por qué, busqué la letra de la misma en internet y me di cuenta que mi memoria me había jugado una mala pasada (en realidad la memoria es algo fluctuante, nunca una fotocopia de la realidad, como algún día hablaremos) y que me había inventado la mitad de la canción. "Qué horror" pensé. Pero ya no hay modo de resolverlo, a la nena le gusta y si trato de corregirla me mira con cara de "No es así, déjame que te enseñe" y la repite como la aprendió. Bueno, pensé, tampoco es tan importante. Es como la comida o los sitios que uno ama, son los de la infancia aunque el plato esté cocinado de un modo que deje que desear o los paisajes sean horrendos (si se les compara con aquellos lugares que uno tiene la suerte de visitar de adulto, es como dice Sabina "(...) Igual que el sabio que no cambia Paris por su aldea").


Y entonces concluí, más con la cabeza de psicólogo que de padre (si es que puedo establecer tal distinción en mi caso) que eso era al fin y al cabo una anécdota supérflua. Sin embargo, y esto sí que no es algo baladí, pensaba en aquella cantidad de cosas que enseñamos a los hijos sin conciencia de error. Hay que hacer un alto en el camino, malabarismos mentales y ejercicio de autoconciencia para percatarnos de que día a día transmitimos una gran cantidad de información sin que nos lo propongamos de un modo, digamos, consciente.


Los hijos aprenden un modelo de pareja observando el modo en el que se relacionan los padres. Aprenden si son seres queribles a través del trato directo con ellos, del afecto que se les brinda, de las palabras que se les transmite, de las conductas que ejecutamos (y cuidado con las incongruencias entre lo que decimos y hacemos). Aprenden a predecir y controlar el mundo a través de las rutinas que se llevan a cabo o se obvian. Aprenden que el mundo es seguro a través de nuestra disposición y presencia para con ellos. Aprenden a pescar en río revuelto (antesala, por ejemplo, de un trastorno oposicionista en la adolescencia) si perciben disparidad de criterios en los cuidadores. Aprenden, si son frustrados, que el mundo no está a su disposición (y viceversa).


Los hijos necesitan pocas cosas (pero complejas de lograr): un buen apego, afecto, contención, orden y orientación y a veces no podemos brindarlas todas por causas dispares. La mayoría de las veces que los menores presentan dificultades emocionales deben buscarse las causas en la naturaleza de sus vínculos fundamentales, en la familia. Es muy fácil enseñarles una canción con la letra errada. A veces eso no importa. Otras sí.